sábado, 15 de agosto de 2009

Fusilado en el Panteón de Belén



Por Leonardo Reichel Urroz

—¡Pobre padre David! ¿Vites? ¡Lo dejaron como coladera!

—¡Cállate Candelaria! ¡No blasfemes!

—Pos’ es la meritita verdad,

Cirilo. La profe Chonita, que’stubo en el anfitiatro del Hospital de Belén y que vio el cuerpo, dijo que a lo menos

tenía cinco boquetes asina de gordos en el pecho, pal’ lado del corazón, y como si no

estuvieran conformes con eso, todavía le dieron el tiro de gracia, como si juera un perro rabioso y no el santo varón

que jue siempre el padrecito.

Cirilo saca una talega de tabaco y forja un cigarro de

hoja. El cortejo ha avanzado varias cuadras por las calles empedradas de Guadalaja

ra. La distancia entre el Colegio del Niño Jesús, entonces situado por Pedro

Loza, donde fue velado la noche del 30 de enero y el panteón de Mezquitán donde sería sepultado la tarde del día

31, era basta. Pero el féretro recorrió esa distancia sobre hombros. Grupos de seis

hombres se turnaban en pequeñas distancias para cargarlo.

La procesión de deudos, entre familiares que iban al frente, siguiendo al estanda

rte con la Virgen de Guadalupe que sostenía una mujer vestida de negro. La

s profesoras María Soledad Dueñas y María Dolores Alcaraz, quienes recogieron

el cuerpo y se hicieron cargo del servicio fúnebre, eran precedidas de una carroza tirada por dos caballos en la

que se llevaban las flores, coronas y arreglos que durante toda la noche de la velación

fueron llegando; algunos religiosos, seminaristas y amigos del difunto, y mucha gente del pueblo que lo

conocieron y lo estimaban. Personas de todos los estratos sociales, desde inditos que

marcaban huella de huarache terciado, hasta damas de la más rancia aristocracia jalisciense.

—Pero el infierno es poco, Cirilo. Un suplicio eterno es el que le espera a ese carranc

lán jediondo del Teniente Coronel Enrique Vera, que es el único culpable de este crimen—, dice Candelaria, quien d

esde unas cuadras atrás se esfuerza en hacer pasar desapercibido su rengue

o, por el dolor de coyunturas.

—Pos’ a sigún lo que dicen, jue el mesmito gobernado

r Diéguez quien resolvió que pasaran por las armas al padrecito—, increpa Cleotilde, la secretaria de la Acción

Católica, quien avanza al lado de ellos.

—Eso mesmo dicen—,

increpó Cirilo. —Pero porque Vera jue’ a verlo con intrigas y falsedades. Ya ven ustedes que en cuanto unas personas

de buena fe hablaron con el gobernador, a luego que les extiende un indulto, per

o cuando llegaron con el papel hasta donde sería la ejecución, ya era tarde.

—Mesmamente, anoche la profesora Lola explicó todo eso. Si también iban a matar al padre Chema Araiza, per

o con el indulto, lo regresaron vivito al cuartel del 37 Regimiento, donde dicen que estará hasta que se

deslinden responsabilidades—, comentó Candelaria.

Durante el trayecto de la procesión fúnebre, un viento helado no dejaba de soplar. En el cielo, negros nubarron

es anunciaban tormenta, pero cuando el cortejo iba llegando al Panteón de

Mezquitán, las nubes comenzaron a difuminarse sin que cayera una sola gota de lluvia.

La oración fúnebre la pronunció el padre Rafael Zepeda Monraz, quien dijo que la Providencia lo había s

alvado de sufrir la misma muerte del padre Galván, ya que el “mártir” lo había

invitado a llevar el auxilio espiritual a los moribundos; pues aquella mañana fuerzas villistas y carrancistas se

habían enfrentado entre el barrio del Santuario y el barrio del Retiro y había muchos

muertos y heridos graves.

—Yo le dije al padre Galván que no era obligado ir a llevar

los santos oleos al campo de batalla. Le explique que aquello era muy peligroso y le sugerí que uniéramos nuestras

oraciones para pedir por las almas de los caídos; pero él insistió. ¡Yo no estoy obligad

o a ir, puesto que no soy párroco ni ministro!, le dije… Y el padre David Galván, con s

u voz mansa pero firme se limitó a replicar: “No es por obligación, hagámoslo por caridad”…

Llantos angustiados y gritos de desesperación se mezclaban con los padres nuestros y las aves marías, cuando el ataúd

era bajado al sepulcro. Una anciana que llevaba un rosario terciado al cuello, lloraba

desesperada y amenazaba con arrojarse al sepulcro. Fue necesario que varias persona

s la detuvieran y la apartaran.

—Es la conciencia la que la está quemando, Pánfila.

exclamó Lucas el zapatero.

—¿Porqué dice eso don Lucas?

—Porque esa mujer es la

madre del subteniente Martín Ocampo, que fue el que remató al padrecito, según d

ijo Petrita Lozano, que presenció la ejecución desde la entrada de su casa. A ella yo la conozco, una vez me llevó

a arreglar unas botas alejandrinas del militar y me comentó que era su hijo—,

explicó el interpelado.

Don Lucas conocía a David Galván desde la niñez del

sacerdote, ya que había sido amigo de don Trini, su padre, desde muchos años atrás.

Ambos habían sido chícharos del taller de zapatería de don Onofre, en el barrio de Analco y juntos habían aprendido el

oficio.

—José Trenida’ quería que el muchacho aprendiera bien el

oficio y le entrara a atender el taller; y al chamaco le gustaba trabajar el cuero, forjar tacones, zurcir suelas; pero pos

se impuso la influencia de Marianita, que siempre le inculcó la vocación sacerdo

tal — comentó don Lucas.

—¿A poco Usted conoció a mi tío Trenidad?, preguntó una

joven de tez morena, cuerpo esbelto que vestía luto riguroso y que llevaba un grueso ramo de blancas flores.

—Pero ¿cómo no? Si “juimos” rete amigos. ¿No me diga que uste’ es pariente del padr

ecito?.

—Mesmamente. Y por los dos lados de la familia. Soy hija de Chóforo Rodríguez que es

primo hermano de Marianita Bermúdez Rodríguez, la madre del Padre David; y mi mamá

era prima segunda del tío José Trenidad, no por los Galván sino por los

Trejo.

—Pos’ yo escuché ques’que al pagrecito lo mataron el día de su cumpliaños. Qui’ acababa

de cumplir los 34—, comentó Chito Nátera “el gallero”, quien desde hacía rato escuchaba

la conversación.

—En “efeito” —, señaló Silvina Rodríguez, quien

acababa de referir su parentesco con el sacerdote inmolado. —El padre David cumplió los 34 años el viernes

29, y ya ven que su martirio fue el sábado 30… Hasta nos habían invitado, porque


en casa de la profesora Alcaraz le iban a celebrar con su atole y sus tamalitos de rajas; pero pos’ ese mismo día lo tomaron preso.

—Sí cierto— exclamó Pánfila con su voz resonante: —A mi me habían invitado y ”taba” apurada queriendo terminar de tejerle una bufanda al Pagrecito, pa’ llevársela de “riegalo”.

Gritos y llantos desesperados se escucharon entre quienes estaban más cerca de la fosa, al momento en que el ataúd era bajado. Los comentarios cesaron y solo se escuchaban lamentos. Algunos de los concurrentes que estaban más próximos arrojaron puños de tierra y flores solitarias sobre el cajón, antes de que los sepultureros hicieran su trabajo.

Una tenue llovizna empezó a caer, y la multitud a dispersarse. Unas cuantas carrozas tiradas por caballos se alejaron por la calle empedrada, mientras la mayoría regresaba por las aceras, caminando con ligereza por la amenaza de lluvia; sin embargo, al poco rato las nubes se fueron disolviendo y el cielo se limpió poco antes del anochecer.

El sacerdote José María Araiza, tras de la muerte del padre Galván tuvo que pasar cinco días más en las mazmorras del cuartel militar, hasta que sus allegados reunieron una fuerte suma de dinero que los militares exigieron para liberarlo.

—¡Por un pelito te salvaste, cura! —, le dijo el subteniente Martín Ocampo, quien minutos antes había disparado contra el sacerdote. En sus manos sostenía la orden de indulto para ambos religiosos firmada por el General Manuel Macario Diéguez, gobernador del estado de Jalisco. Los portadores del documento habían llegado tarde para salvar al padre David, pero a tiempo para preservar la vida del padre Araiza.

El 2 de febrero, un grupo de vecinos se reunió junto al muro del Panteón de Belén, donde el padre Galván había sido sacrificado y levantaron un pequeño altar, con ofrendas florales, velas e imágenes religiosas. Allí se rezó el primero de nueve rosarios por el alma del sacerdote. Los siguientes fueron por Pedro Loza, en casa de la profesora María Dolores Alcaraz, donde el sacerdote había vivido sus últimos días, contigua a la escuela donde su cuerpo fue velado.

El 10 de Junio de 1922, los restos del padre Galván fueron exhumados del panteón de Mezquitán y depositados en un templo de estilo neogótico que estaba siendo construido por la calle Hospital entre Juan José Baz y Alameda, consagrado a la Virgen del Rosario, pero desde entonces conocido como “El templo del Padre Galván”.

El 22 de noviembre de 1992 el padre David Galván fue beatificado por el Papa Juan Pablo II y el 21 de mayo del año 2000 fue canonizado como San David Galván, mártir.

Para entonces, durante los 85 años que habían transcurrido desde su muerte, millares de personas afirmaban haberlo visto caminar por la calle Coronel Calderón, junto al muro del Panteón de Belén, para llevar auxilio espiritual a quienes lo necesitan. Los milagros atribuidos al padre David Galván se contaban por millares, según los vecinos del barrio del Retiro.

Durante los siguientes días, posteriores a la muerte de Galván, el Padre Araiza no podía apartar de sus pensamientos la imagen del mártir. Su entereza y resignación. Su entrega. El valor con el que supo enfrentar su destino y la fe en las promesas divinas.

El padre Araiza conocía al padre David Galván desde la niñez. Ambos fueron monaguillos de la Catedral de Guadalajara y formaron parte del coro infantil. Conoció a don José Trinidad Galván Trejo, su padre, y a doña Victoriana Medina, madrastra del padre David, con quien don Trinidad contrajo segundas nupcias a la muerte de doña Mariana Bermúdez Rodríguez, la madre de David Galván.

Ambos fueron compañeros en el Seminario de San José, al que David ingresó en Octubre de 1895 y por cinco años estudiaron juntos latín y humanidades; pero mientras el padre Araiza continuó la carrera sacerdotal, David siguió otro camino, porque deseaba conocer el mundo.

Durante tres años, David permaneció fuera del seminario. Trabajó en el taller de zapatos de su padre, donde aprehendió el oficio de zapatero e incluso ayudó a organizar una unión de los trabajadores de ese oficio para defender sus intereses y derechos. El padre Araiza estaba enterado de todo ello por los comentarios que seguían llegando al Seminario, sobre la vida de su antiguo condiscípulo.

También escuchó que el David había conseguido un empleo como profesor de primeras letras en una escuela primaria, supo que tenía una novia y planes matrimoniales, que estaba llevando una vida licenciosa y pendenciera y que incluso fue encarcelado por haber protagonizado un episodio de violencia contra su novia.

Pero el camino de David Galván estaba definido y tres años después de su deserción regresó al Seminario y pidió ser readmitido.

El Semanario de Guadalajara se encontraba ubicado cerca del Mercado Corona, por la calle Santa Mónica, junto al templo consagrado a la referida santa, donde ahora se encuentran el cuartel e instalaciones de la XV Zona Militar.

David Galván fue readmitido como seminarista por el Prefecto General Miguel de la Mora, pero fue advertido de que tendría que hacer méritos para volver a ganarse la confianza de sus superiores y maestros.

Durante un año fue sometido a todo género de pruebas, pero antes que renunciar, estas le ayudaban a reafirmar su vocación. Pareció que desde su reingreso se había operado una conversión profunda en su personalidad. Su carácter violento y su altivez dieron paso a la humildad y mansedumbre. Pasaba las horas entregado a la oración y al estudio de los tratados teológicos y los libros santos.

Su devoción mariana fue cobrando fuerza. Diariamente rezaba el rosario y dedicaba horas a la contemplación mística.

El sábado 7 de noviembre de 1903, el Arzobispo José de Jesús Ortiz le concedió la primera tonsura clerical y dos años más tarde, la víspera de Navidad de 1905, las órdenes menores.

El padre de la Mora lo invitó a formar parte de la planta de maestros del seminario y en 1907 comenzó a impartir clases de latín. Al año siguiente se incorporó con más tiempo e interés y desde 1908 dictó las cátedras de Derecho Natural, Lógica y Sociología a los nuevos seminaristas.

El 20 de mayo de 1909, durante una ceremonia solemne que tuvo lugar en el templo de la Soledad, el cual se localizaba a un costado de la Catedral de Guadalajara, fue ordenado sacerdote por el Arzobispo Ortiz.

Tras de su ordenación sacerdotal fue nombrado Superior del Seminario de Guadalajara y entre diciembre de 1910 y marzo de 1912 dirigió la revista “Vos de aliento”, la cual era la publicación oficial del Seminario de Guadalajara. En ese lapso de tiempo se publicaron 17 números de la publicación.

Además de sus obligaciones en el Semanario, el padre David Galván, que era un torrente de fuerza y energía, entre 1909 y 1914 fue el capellán del Orfanatorio de la Luz y del Hospital de San José, los cuales se encontraban en el vecindario de la Capilla de Jesús.

El padre Araiza sumido en los recuerdos, sintió que sus ojos se humedecían. Enjuagó sus párpados con las mangas de la sotana y besó el crucifijo que pendía de su cuello.

Recordó el rostro moreno del padre Galván esa mañana, el brillo sereno de su único ojo, la sonrisa esbozada por sus labios, aún cuando la certeza de que les esperaba un final violento, iba apoderando de ellos.

—¡Ni siquiera hemos desayunado! — había exclamado con desesperanza, recordó; y en sus oídos volvió a retumbar la respuesta del padre David: —¿Qué importa? ¡Hoy comeremos con Dios!...

Después de la caída del gobierno maderista, altos prelados del clero jalisciense habían reconocido al gobierno del General Victoriano Huerta y apoyado al gobierno estatal del General José María Mier, quien además de gobernador de Jalisco era jefe la División de Occidente del gobierno federal, con cinco mil hombres y cuatro piezas de artillería a su mando.

La amistad entre el Arzobispo de Guadalajara Francisco Orozco y Jiménez y el General Mier, había despertado la antipatía de los constitucionalistas hacia el clero, la cual era alimentada por los grupos políticos anticlericales y las logias masónicas de fuerte influencia política.

Los constitucionalistas habían avanzado desde Sonora y controlado Sinaloa y Nayarit. Camino del Distrito Federal la principal oposición la constituían las fuerzas de Mier en Guadalajara. En Junio de 1914 la División del Noroeste al mando del General Álvaro Obregón, con 14 mil hombres y ocho piezas de artillería, llegó a Jalisco.

Don Venustiano Carranza había nombrado gobernador del Estado al General Manuel M. Diéguez quien acompañaba a Obregón, junto a los generales Benjamín Hill Salido, Lucio Blanco, Rafael Buelna y Ramón Sosa.

El primer combate importante entre las fuerzas de Obregón y el ejército federal fue en los llanos de Orendain el 6 de julio. Otros enfrentamientos decidieron el triunfo de la División del Noroeste sobre las tropas comandadas por el General huertista Miguel Bernard, las cuales entraron en desbandada.

El propio General Mier, que encabezaba a un grupo en retirada fue alcanzado en un lugar llamado El Castillo por las fuerzas de Lucio Blanco y murió en el combate.

El 8 de julio de 1914 los Constitucionalistas entraron triunfantes en Guadalajara y entre sus primeras acciones emprendieron una serie de arrestos de sacerdotes y clérigos, así como fusilamientos de civiles y religiosos acusados de haber apoyado al gobierno de Huerta.

Conventos, templos y edificios religiosos fueron expropiados a la Iglesia por el gobierno de Diéguez, quien ordenó que fueran empleados como escuelas, hospitales y edificios del servicio público.

El Arzobispo Orozco y Jiménez, ordenó al padre Galván disolver el seminario, y dirigirse a Amatitlán, Jalisco, como Vicario local, después de la detención de 120 religiosos y el fusilamiento de varios de ellos en Guadalajara. Poco después el propio Seminario de Guadalajara fue convertido en cuartel militar.

En Amatitlán, pequeña población serrana, ubicada en el municipio de Sayula, el Padre Galván tuvo un encuentro con un militar constitucionalista a quien conocía desde la infancia, el capitán Enrique Vera, quien había ofrecido matrimonio a una jovencita, no obstante que él era casado y había abandonado a su familia.

Vera exigió al padre Galván que lo casara con la joven; pero el sacerdote que conocía su situación, no sólo se negó a hacerlo, sino que alertó a los padres de la joven sobre el estado civil de Vera.

El capitán Vera, enfurecido ordenó a las tropas a su cargo que lo arrestaran y lo condujeran a la población de Tequila, Jalisco, donde quedó detenido.

El capitán Vera, tratando de obtener la solidaridad del gobernador Diéguez, intrigó acusando al sacerdote de estar organizando a un grupo armado para levantarse en armas contra las fuerzas constitucionalistas.

La situación política estatal favorecía sus intrigas, ya que en Octubre de 1914 las fuerzas constitucionalistas habían roto relaciones con la División del Norte comandada por Francisco Villa y con el Ejército del Sur, quienes integraron la Convención de Aguascalientes, y quienes desconocieron al Presidente Carranza.

La convención nombró Presidente a Eulalio González y éste designó gobernador de Jalisco al villista Julián Medina, con beneplácito del clero. El gobierno de Diéguez tuvo que retirarse a Ciudad Guzmán, pero mantenía el control militar de casi todo el estado, menos de Guadalajara.

En Tequila, Jalisco, el señor Juan González Mercado, logró que se le permitiera contacto con el sacerdote y le aconsejó que se fugara, pero el sacerdote le respondió:

—¡No debo nada, ni estoy ligado a nadie, solamente temo por usted que nomas viene a acompañarme! —.

De Tequila trasladaron al padre Galván a Ameca, Jalisco y para diciembre de 1914, las fuerzas de Diéguez retomaron Guadalajara, y entrando enero el propio gobernador constitucionalista entró a la ciudad. El padre Galván fue entonces conducido a Guadalajara y encerrado en la prisión de Escobedo, pero solo unos días después tuvieron que ponerlo en libertad, al descubrir que las acusaciones del Capitán Vera eran infundadas.

La lucha por el control de Guadalajara continuó durante algunos meses. Enfrentamientos entre tropas de Diéguez y guerrilleros de medina se enfrentaron en el barrio de Las Juntas, a las orillas de Guadalajara el 18 de enero de 1915.

Durante aquella batalla muchos fueron heridos y murieron, otros fueron tomados presos y fusilados. El padre Galván después de aquel combate acudió al campo de batalla llevando auxilio espiritual y los santos oleos a los moribundos.

El 30 de julio, de nuevo los villistas de Medina atacaron Guadalajara, pero fueron rechazados por las fuerzas constitucionalistas. El padre Galván había decidido llevar la ayuda espiritual a los caídos, pero cuando se dirigía al barrio de El Retiro, donde se escenificó la batalla, había sido arrestado junto al padre Araiza, y nuevamente había caído en manos de Enrique Vera, para entonces ascendido a Teniente Coronel.

Siete días después, las fuerzas villistas arreciaron los ataques contra Guadalajara, y el 11 de febrero el gobernador Manuel M. Diéguez tuvo que instalar su gobierno en Ciudad Guzmán y la ciudad cayó en manos de Julián Medina, Rodolfo Fierro y Calixto Contreras…

Don Rosalío Lozano llegó a su casa ubicada por la calle Coronel Calderón, a espaldas del Panteón de Belén y se dejó caer sobre una poltrona, las manos encrispadas y el rostro contraído de indignación.

—¿Qué sucedió, Chalío? — preguntó su esposa.

—Los carranclanes, se llevaron presos a dos sacerdotes que iban al Hospital Civil a dar la extremaunción a los heridos de los combates de esta madrugada. Los aprehendieron cruzando el Jardín Botánico.

—¡Hay Chalío! ¡Y con lo sanguinarios que han resultado esos “comecuras”, que según dicen hasta la caballada meten a abrevar en las pilas de agua bendita de los templos.

—Y no poder hacer nada, mujer. ¡Eso es lo que más pena me da! —, afirmó Rosalío.

El Panteón de Belén se extendía bordeado por gruesos muros de seis metros de altura, contiguo al Hospital Civil. La entrada principal se encontraba sobre la calle Belén donde eran sepultados los difuntos con familias pudientes, a todo lujo, entre monumentos y auténticas obras de arte escultórico y arquitectónico. Rumbo a la Calle Hospital colindaba con el mismo Hospital Civil en la sección donde solían practicarse la autopsia de los cadáveres. Al Norte colindaba con un leprosario ubicado en la esquina de Belén y Tenerías; seguía la sección de la fosa común hasta la esquina de Tenerías y Coronel Calderón y sobre esta última calle su sección para pompas fúnebres económicas que se extendía nuevamente hasta el edificio del Hospital Civil.

Dada la extensión del camposanto, cerraba tres calles que venían desde Fray Antonio Alcalde: Arista, Sarcófago y Guillermo Prieto. La calle central era Sarcófago (Hoy llamada General Eulogio Parra), la cual daba a las puertas de ingreso al Panteón de Belén. La familia Lozano vivía entonces por Coronel Calderón casi con Sarcófago, a unos pasos de la entrada Este del Cementerio.

Los rayos del sol caían casi verticales. Era el mediodía del 30 de enero de 1915, Petrita Lozano, la hija de don Rosalío se encontraba sentada en el quicio de la puerta, cuando vió que un grupo de soldados avanzaba por Coronel Calderón, formando dos columnas. Serían 12 o 13 y entre las dos columnas venían dos sacerdotes.

Petrita reconoció al Padre David Galván, lo había visto antes en varias ocasiones. Llevaba las manos atadas a su espalda, y de su pecho caía una gran bufanda blanca que contrastaba con su sotana negra. No era muy alto y si esbelto y musculoso, tez morena y cabello muy negro y recortado. Llevaba la cabeza inclinada como mirando al piso con su único ojo.

La formación se detuvo casi junto al entronque de Sarcófago. Los sacerdotes fueron separados. Al padre Galván lo condujeron junto al muro y desataron sus manos. El oficial que dirigía la maniobra intentó vendarle los ojos. El sacerdote lo rechazo con su mano y enderezó su cuerpo, dando muestras de entereza.

Petrita no daba crédito a lo que estaba viendo, se sentía aterrada, ni siquiera sentía fuerzas para moverse, aunque sentía que su corazón iba a estallar y que sus ojos escaparían de sus órbitas. No había duda: aquellos soldados iban a ejecutar al sacerdote.

El Padre Araiza permanecía como paralizado. David Galván esculcó el bolsillo de su sotana, sacó algunas monedas, un crucifijo de plata y el frasco de los santos oleos y los entregó a dos soldados que estaban montando guardia junto a él y luego dirigiéndose al pelotón exclamó con viva voz: —¡Yo les perdono lo que van a hacer conmigo! —.

El oficial alzó el sable y con voz de mando exclamó:

—Pelotón: ¡Formen cuadro! ¡Ya! ¡Preparen armas! ¡Ya! ¡Posición de tirador! ¡Apunten!...

El sacerdote se llevó la mano al pecho e interrumpiendo al oficial dijo: —¡Aquí, al corazón! —.

—¡Fuego!

Y una descarga de fusilería vomitó plomo y muerte. El cuerpo del sacerdote cayó hacia atrás mientras su sangre chispeaba el muro y humedecía sus ropas perforadas.

El subteniente Martín Ocampo todavía se aproximó, sacó su pistola e hizo fuego sobre el rostro del sacerdote ejecutado, para asegurarse que no sobreviviría.

Una carreta tirada por caballos avanzaba a ritmo de galope por Coronel Calderón.

—¡Alto! ¡No disparen!— gritaba la profesora María Soledad Dueñas que fue la primera en bajar del carromato. En sus manos blandía un documento, era el indulto firmado por el gobernador Manuel Macario Diéguez, quien ordenaba suspender las ejecuciones.

Hasta entonces, Petrita Lozano que desde unos cuantos metros había presenciado el fusilamiento, pudo estallar en llanto y un —¡No! — desgarrador atrajo la atención de militares y civiles. La niña corrió al interior de su casa. Las mujeres lloraban, el padre Araiza temblaba.

—¡Demasiado tarde para él! ¡Demasiado tarde! — dijo el Subteniente señalando al cuerpo sin vida del padre Galván, que yacía en medio de un charco de sangre.


Iglesia de El Rosario, ubicada en el barrio del Retiro. En ella descanzan los restos del sacerdote ejecutado en el Panteón de Belén


Bibliografía:

Hernández, Silviano. Devociones populares tapatias. Universidad de Guadalajara, 2002, 71 pps.

Rivas Piccorelli, S. J. Luciano. Nuevos Santos Mexicanos. Editorial Buena Prensa. México. 72 pps.

Caldera Robles, Manuel y Lina Rendón García. Capitulos de historia de la ciudad de Guadalajara, Volúmen 2. Colección Guadalajara 450 años. Guadalajara, Jalisco 1992. LCCN: 92220447.



El enfermero

Puerta de acceso al Cementerio de Santa Paula por la calle de Belén

Por Leonardo Reichel Urroz

Desde que el médico le anunció que tenía cáncer, Agripina entró en una depresión tan persistente que ya ni siquiera se daba tiempo para atender a quienes más quería: sus hijos.
Su marido la había dejado un año atrás. Ella consiguió empleo atendiendo una lavandería en Zapopan y se entregó por completo a su trabajo y a cuidar a sus dos hijos.
Carlitos ya iba al cuarto grado y Amalia de cinco años había quedado fuera del parvulito por una tosferina que sufrió durante la semana de inscripciones, pero era tan inteligente que ya distinguía el abecedario casi completamente y podía contar hasta el 20 sin ayudarse con los dedos.
Por las mañanas, antes de irse a la lavandería, se daba tiempo para dejar la pieza limpia, los niños bañados y desayunados, y de paso dejar a Amalia en casa de su comadre Engracia, quien la cuidaba hasta su retorno, al atardecer. .. ahora, la casa se veía sucia; y los niños descuidados. Incluso la última quincena había faltado un par de veces a su trabajo.
A sus 27 años, el tiempo pesaba casi una década más sobre su piel morena apiñonada. Sus largos cabellos negros y lacios enmarcaban un rostro oval, de ojos grandes y labios gruesos, mirada tranquila y afilado mentón. Era una mujer que despertaba confianza e irradiaba ternura. En su cuerpo asomaba el sobrepeso, y aun más, dada su baja estatura, pero sabía caminar con donaire y la elegancia brotaba de cada uno de sus movimientos.
—¡Es cáncer!, tienes que ser fuerte. Voy a ordenar una biopsia para ver que tan avanzado está- dijo el Doctor Acosta, su médico familiar.
Agripina sintió que la pared del consultorio de venía abajo. Una sensación de terror se apoderó de ella y tuvo que sostenerse de un taburete para no caer.
Por un momento pensó en lo desvalidos que quedarían sus hijos si ella llegaba a faltar. Su madre había muerto de cáncer cuando ella sólo tenía 12 años; y cuando quedó sola, la vida se volvió un torbellino, su padrastro un cerdo y su futuro, sombras.
—Doctor, dígame la verdad: ¿tengo remedio?
—¡Vamos a luchar! ¿Te parece? Tenemos opciones, pero primero buscaremos la opinión del oncólogo. Voy a ordenar una biopsia. Ahorita te vas a la ventanilla de citas, para que te den fecha con el cirujano y con el oncólogo. Voy a pedirlas como urgentes, así que será rápido.
Su comadre Engracia Salazar, le había insistido que pidiera una prueba de papanicolau. Tenía meses con dolores y sangrado irregular, cuando ella, antes, siempre fue tan exacta en su menstruación. Ahora que conocía el resultado, hubiera preferido no haberle hecho caso nunca. ¿Qué les diría a sus hijos? ¿Cómo podría hacerles comprender lo que estaba pasando por sus vidas?
Cabilando en esos pensamientos llegó hasta la parada de camiones en Juan Manuel y Frías. El autobús urbano iba lleno. El chofer se advertía molesto y desafiante con los otros conductores. La brusquedad y descortesía casi la hacen desprenderse del pasa-manos. Al llegar a Fran Antonio Alcalde, decide pedir la parada y caminar hasta la vieja Catedral. Hacía tanto tiempo que no atravesaba sus portones.
En el tempo permaneció en silencio por un rato, haciendo recuento de sus errores para pedir un callado perdón; murmuró por un rato los rezos que le habían quedado de su paso por el catecismo y salió inmersa en la misma incertidumbre y desasosiego con que había llegado.
Quiso perderse entre el bullicio y los transeúntes y caminar por la acera de Avenida Alcalde, tratando de encontrar la manera de explicarles a sus hijos lo que estaba sucediendo. ¿Y si no les decía nada? ¿Si mejor tomaba para sí la angustia y dejaba que el tiempo transcurriera sin que ellos sufrieran la congoja de la víspera de la orfandad? ¿O sería acaso que su enfermedad aún tendría remedio?
Dos veces fue alcanzada por el camión que corría rumbo de Zapopan, pero no se dio cuenta.
Al llegar a la esquina de General Eulogio Parra volvió la vista a la derecha. La calle se veía sola, como si el vecindario estuviera deshabitado. Su mirada chocó con el pórtico del Cementerio de Santa Paula y sintió un impulso. Después de todo solo tendría que caminar tres cuadras, para visitar aquel remanso de quietud y de silencio, donde podría encontrarse consigo misma.
El pórtico estaba abierto, pero en el interior algunos albañiles trabajaban. Cintas plásticas limitaban el paso a lo largo de la galería norte y en una pequeña senda que se aproximaba al sarcófago. El Panteón de Belén, como se conoce al Cementerio de Santa Paula estaba siendo remodelado, por segunda ocasión en menos de medio siglo.
Agripina se sintió incómoda. No era lo que esperaba. Avanzó unos pasos admirando las antiguas tumbas sobre las que se han tejido decenas de leyendas, y por un momento sintió que ella misma era parte de aquel ambiente.
—¿Sabe usted que hora es? — Preguntó un hombre rubio, alto, de cabello ondulado, cuerpo muy delgado y que vestía ropas de hospital, de un blanco impecable pero estilo anacrónico.
—¡Las doce! —respondió Agripina tras ver su reloj de pulsera. La voz de aquel hombre, que seguramente no rebasaba los 30 años, le pareció extraña. Su acento dejaba notar que se trataba de un extranjero, aunque dominaba el castellano.
—Usted no es de por aquí ¿verdad? —cuestionó Agripina.
—¡Lo ha notado! Soy norteamericano, pero llevo tanto tiempo radicado aquí, que ya me considero parte del paisaje tapatío.
Agripina sonrió. Le pareció simpática la respuesta de su interlocutor.
—¿Usted es médico?
—¡No! Sólo soy enfermero.
—¿Trabaja por aquí?
—Sí. Trabajo en la Clínica de la misión Adventista del Séptimo Día.
—¿Y no siente miedo en el ambiente de este cementerio?
—¡Oh, no! Por el contrario, me parece tan seguro y tan agradable.
—Se cuentan muchas historias. Dicen que aquí se han aparecido los muertos, que el diablo merodea en algunas lapidas y que hasta un vampiro fue enterrado hacia allá. —Dijo Agripina, señalando con su diestra hacia un extremo del panteón, en ese momento inaccesible por la valla restrictiva.
—¡No me diga que usted cree en esas cosas! —exclamó, mientras llevaba la mano hasta su barbilla, sosteniendo el afilado mentón entre sus dedos.
—Mi nombre es Agripina Reséndez . —Dijo ella, extendiendo su mano al desconocido.
—Archibaldo J. Rice y es placentero conocerla. —respondió él.
Agripina sintió un gran calor humano en el saludo de aquel hombre, no obstante que su piel se sentía fría.
—¿Es usted casado o soltero? —preguntó la dama.
—¡Soy casado! Podemos decir que recién casado. Hace sólo cuatro meses contrajimos matrimonio Candida y yo. Mi esposa es de Phoenix, Arizona. Supongo que Usted también es casada ¿no es así?
—¡Sí! —respondió Agripina, sin hacer otro comentario sobre su situación. Después de todo, ni ella misma sabía si cualquiera de esos días su esposo aparecería por allí, tan campante como un día se marcho.
Inmersos en la conversación, Agripina y Archibaldo cruzaron el pórtico del cementerio y caminaron algunas cuadras hasta llegar a la parada de autobuses.
—¿Sabe que vengo precisamente de ver al médico?
—¿Y… cómo está?
—Mal. Me acaban de dar los resultados de una prueba y salí mal.
—¡No lo parece! ¡Se ve usted tan saludable! —respondió Archibaldo.
—¡Tengo… cáncer! —comentó Agripina sin poder evitar que su voz emanara temblorosa; casi ahogada.
—Pues Dios me ha puesto en su camino. Precisamente, estamos trabajando con un tratamiento natural que ha dado muy buenos resultados en mi país. Es a base de almendra amarga de albericoque y para mi sería un placer poder ayudarla.
—¡Sí! —Exclamó ella por toda respuesta. ¿Cómo explicarle su falta de recursos? Mantener a sus dos hijos representaba prácticamente el total de sus ingresos. Ahora enferma, no sabía si podría conservar el empleo, aunque la trabajadora social le había dicho que no se preocupara, que el Seguro Social se haría cargo de su atención.
Agripina vio llegar su camión y con él la oportunidad de alejarse de aquel hombre, que aunque simpático y de evidente nobleza, prefería apartar sin explicaciones. Cuando ella abordó el vehículo y pagó su boleto, volvió la vista para despedirse, pero él ya se había marchado. Sólo entonces se dio cuenta que aquel desconocido del Panteón de Belén la había logrado arrancar, sin ningún esfuerzo, del océano de confusión y desesperación en el que minutos antes se ahogaba.
Cuando llegó a su hogar, decidió callar. Sus hijos eran demasiado chicos para comprender lo que le sucedía. A Engracia tampoco le diría cuales fueron los resultados, pues temía que su comadre no guardara las debidas reservas. Conservaría para ella sola su secreto.
La cita era para trece días después. Le tomaron muestras de sangre, le hicieron ultrasonido y la programaron para una biopsia. Así pasó una semana. Siete días con 168 horas. 10,080 minutos. 604, 800 segundos… Una eternidad en el lago de su desconcierto; antes de enterarse que el mal había avanzado. El cáncer no solo invadía su matriz sino que varios órganos periféricos e incluso se había desparramado a sus nudos linfáticos.
El médico fue parco, no quiso comprometerse ni matar una posible esperanza.
—Vamos a aplicar quimioterapias. Algunas veces han dado muy buenos resultados. Además: quiero que haga cita con un psicólogo. Vamos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance, pero no puedo asegurarle nada.
La vista de Agripina se había nublado y tuvo que hacer esfuerzos para que la voz saliera de su garganta:
—Dígame la verdad, doctor. ¿Cuánto tiempo?
—Vamos a ver como reacciona su cuerpo a las “quimios”. Vamos a darle el mejor tratamiento.
—¿Cuánto tiempo, doctor?
—¡No lo sé! Quizá dos meses…
Salió del hospital, ahora si decidida a hablar con sus hijos. Le pareció muy egoísta su silencio. Ellos tenían derecho a saber lo que estaba ocurriendo, además que ya era muy difícil ocultar los dolores. El médico le había entregado sus incapacidades laborales, alimento y medicamentos no faltarían, pero… sola, con sus hijos, prácticamente sin esperanza.
Tomó el camión con rumbo de Zapopan. Esta vez no iba muy lleno y había lugar en el tercer asiento.
—¡Con permiso! —dijo, sin deparar en la persona que ocupaba la mitad del sillón.
—¿Agripina?
Volvió la vista se y se quedó sorprendida.
—Pero si es usted, el americano. Me dijo que era de Arizona ¿verdad?, -dijo apenada de no recordar el nombre de su acompañante; el enfermero a quien había conocido en el Panteón de Belén aquella tarde que, como ahora, se sentía tan desesperada.
—Archibaldo J. Rice –exclamó él. —Y no soy de Arizona. Mi esposa es de Arizona y allá nos casamos un 28 de julio; de allá fuimos enviados a Guadalajara, para trabajar como enfermero en el equipo del doctor J.H. Neal; yo soy el ayudante del Doctor Addie C. Johnson. Realmente yo soy de Salem, Massachusetts.
—¡Perdóneme! No sé donde tengo la cabeza ahora.
—Yo quisiera hacer algo por Usted. Veo tanta desesperación en su mirada y tanta desesperanza siento en su voz, que me encuentro obligado a ayudarla.
—No es mucho ya lo que se puede hacer por mí. —Murmuró Agripina.
—¿Qué sabe usted? ¡Yo puedo ayudarla!, —dijo Archibaldo con voz apenas perceptible.
Agripina sonrió. Archibaldo tenía la virtud de tranquilizarla, y eso era exactamente lo que ella necesitaba en ese momento.
—Usted está sufriendo y mira por delante sólo un despeñadero. —Dijo Archibaldo en perfecto español, aunque con acento que denunciaba su extranjería. —Voy a contarle la historia de una mujer de mi país, que como Usted dio la cara a la adversidad, pero una mano divina la arrancó del más agudo de los dolores.
“La ciudad donde yo nací: Salem, Massachusetts, es una ciudad muy antigua. En el año de 1692 era un pueblo muy pequeño controlado por los puritanos y fue escenario de una terrible cacería de brujas, cuando la población en un arrebato de paranoia social acusó a más de 200 personas, en su mayoría mujeres, de dedicarse a la brujería. Fueron unos procesos horribles, en los que simples acusaciones que no podían probarse llevaron a la ejecución de 25 personas y el encarcelamiento de casi 200 personas más.
El ambiente en Salem, entre los puritanos que gobernaban la bahía era de perturbación, histeria y alucinación demoniaca; y eso lo aprovecharon también algunas familias poderosas para deshacerse de otras y para despojar de sus bienes a algunas mujeres, sobre todo viudas, acusándolas de brujería y condenándolas a muerte.
En la Villa de Salem el 10 de junio de 1692 fue ahorcada Bridget Bishop y a su ejecución siguieron las de Sarah Good, Elizabeth How, Susana Martin, Rebecca Nurse, Sarah Wilds, George Burroughs, Martha Carrier, John Williard, George Jacobs, Martha Cory, Mary Esty, Alice Parker, Mary Parker, Ann Pudeator, Wilmot Red, Margaret Scott, Samuel Waldwell, todas ellas por ahorcamiento. A Ann Foster y Sarah Osborn las asesinaron en la prisión. Muchas fueron condenadas a cadena perpetua y muchas otras fueron juzgadas, torturadas y encarceladas.
Entre ellas se encontraba mi tatarabuela Sarah Rice, una mujer dulce y noble dedicada a hacer el bien, pero a quien las envidias y malas ideas de otros vecinos llevaron a presentar una denuncia que originó su encarcelamiento, que fuera denigrada y torturada a sus casi 80 años de edad y que estuviera a punto de ser ahorcada. Pero mi tatarabuela fue una mujer de fe que confió en Dios y en sus manos puso su sufrimiento, y fue liberada para que pudiera pasar dignamente sus últimos años al lado de su familia en libertad”. —Concluyó Archibaldo.
—¿Entonces tú eres descendiente de una de esas mujeres juzgadas por brujería? Ya había yo escuchado hablar sobre las brujas de Salem. —Expresó Agripina.
El camión había llegado hasta la Tuzanía donde Agripina tenía que bajar. Archibaldo extendió su mano sobre el cabello de Agripina y recorrió su rostro con ternura. Nuevamente ella sintió la frialdad de su carne, que era capaz de producir el calor y la ternura.
Esa noche, Agripina tuvo un extraño sueño, de esos que parecen ser reales. La puerta de su pieza se abrió, y envueltos en un halo de luz entraron tres hombres, colocándose en torno a su cama. Todos vestían de blanco y llevaban la cabeza y el rostro cubiertos, pero aun así, ella pudo distinguir que uno de ellos era Archibaldo J. Rice.
Agripina sintió terror. Sus labios se negaban a emitir sonido alguno y su cuerpo no respondía a ningún movimiento, como si el pánico la hubiera paralizado; sin embargo, en su subconsciente sintió un ligero alivio al recordar que solo se trataba de un sueño; pero un sueño tan real que parecía vivirlo con cada uno de sus sentidos.
Agripina creyó abrir los ojos y una luz brillante la deslumbró. Sintió que sobre su rostro le era impuesta una máscara y un aroma fuerte invadió sus fosas nasales. Ella sintió que su cabeza se desprendía del cuerpo y caía en un profundo abismo, formando círculos en espiral. Fue el último recuerdo de aquella pesadilla y volvió a quedarse profundamente dormida.
Las luces matutinas entraron a la pieza a través de las cortinas entre abiertas. Afuera se escuchaba el ruido de los autos en transito y el canto de las aves. Un viento tenue removió las cortinas y pudo ver que ya la mañana había avanzado. Se quiso poner de pie y sintió un ligero mareo.
—Mamá, ya tengo hambre. —Dijo la pequeña Amalia que entró a la pieza todavía desperezándose.
—Si, mi niña. Ahora veré que puedo darte. —Respondió Agripina, que ya se había incorporado.
—Mamá. ¿Quiénes eran los señores que vinieron anoche?
—¿Qué? —exclamó Agripina, desencajada.
—Anoche me pareció ver que estaban tres señores aquí, contigo.
—No, mi amor. Nadie estuvo anoche aquí…
Agripina recordó su propia pesadilla y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, pero ¡No!, todo había sido un sueño. Seguramente se había impresionado por la insistente promesa de Archibaldo de ayudarla… Pero, ¿A quienes había visto la niña?... Finalmente descartó los pensamientos, dispuesta a olvidarse de ese sueño que, más parecía una pesadilla.
Después de desayunar, frijoles refritos con virotes y una salsa que ella preparó, despachó a Carlitos a la escuela y tomó a la niña de la mano para ir a casa de su comadre Engracia quien vivía adelantito, solo un lote baldío de por medio.
—Hay comadre, que guapa se le ve. No me diga que va a dejarme a la ahijada para irse a la lavandería.
—No, comadre. Si el médico me dio incapacidades, y aunque hoy amanecí muy bien, no me siento en forma para irme a la chamba.
Agripina esta vez buscaba a su comadre porque no quería estar sola. Tenía que confiar en alguien. Contarle lo que le estaba sucediendo y también hablarle de Archibaldo, quien tanto la había impresionado, no obstante que solo en dos ocasiones habían conversado.
—¡Hay comadre!, ¡se me hace que ya le andan pegando el chicle!
—Como será, Comadre. Si le digo que es muy respetuoso…
—Y que tiene comadre. Al fin que Usted no tiene a quien darle cuentas. Ya ve el compadre nomás la dejó y ya no le importaron ni usted ni los niños; y quien sabe en que petates se andará revolcando.
Realmente, no existía ningún motivo por pequeño que fuera, para pensar que el americano se había fijado en ella. Además era casi un recién casado. Pero entonces: ¿A qué se referiría cuando le ofreció su ayuda?, caviló Agripina, sin dar más crédito a los comentarios socarrones de su comadre.
Cuando, tres días después acudió a una cita en el Hospital Ayala, el médico la encontró tan mejorada que ordenó realizarle un nuevo examen. Ese día ella esperaba recibir la primera quimioterapia, pero el galeno prefirió posponer la fecha hasta conocer los nuevos resultados.
A un examen siguieron otros. Fue auscultada por dos especialistas. No entendía lo que estaba sucediendo pero estaba segura que una terrible noticia sería el resultado de aquello.
—Créame, señora que no entiendo lo que sucede. —Dijo el médico.
—Dígame, doctor. Lo que sea, dígamelo. Ya no me tenga en esta zozobra —exclamó Agripina, mientras sus ojos se cuajaban de lágrimas.
—Es que… Señora… Usted está limpia. No aparece nada en los nuevos exámenes. No se que pudo suceder, seguramente hubo algún error; pero usted no tiene cáncer.
Aquellas palabras cayeron como un rayo sobre Agripina que sintió que sus piernas flaqueaban.
—¿Está seguro, Doctor?
—Completamente, señora. Por eso pedí la opinión de otros colegas, tenía miedo de darle un diagnóstico con falsas esperanzas; pero ahora estoy seguro. Usted está limpia. Todo fue un lamentable error que no puedo explicarme.
Agripina salió del consultorio enervada de alegría. Sentía sus propios latidos, veía los rostros de los demás y quería obsequiarles una esperanza, contagiarlos con su sonrisa, prodigarles su propia bienaventuranza.
Pensó en Archibaldo, en su mirada azul, en la limpieza de sus gestos, en sus palabras de aliento. Las palabras de su comadre acudieron como en eco hasta sus oídos:
—¡Hay comadre!, ¡se me hace que ya le andan pegando el chicle!
Y ¿Porqué no? Tanto ella como sus hijos tenían derecho a la felicidad y la tranquilidad de una familia, ahora que la vida parecía darle una nueva oportunidad.
Hasta entonces Agripina se dio cuenta del gran atractivo que aquel joven enfermero tenía y sintió el deseo de verlo, de abrazarlo, de decirle que todo dentro de ella lo reclamaba; que deseaba escuchar el susurro de sus palabras, sentir la caricia de sus manos, invitarlo a su casa y presentarlo a sus hijos. Al fin de cuentas, aquel que había prometido amarla siempre, la había abandonado para tomar camino tras otra mujer,
Pensó que seguramente Archibaldo compartía su misma suerte. Que esa gringa a la que refería como su esposa, tal vez se había regresado a su país y que como ella, el estaba enfermo de soledad, hambriento de cariño, necesitado de una mujer que lo amara, lo respetara y velara por él a toda hora…
Absorta en esos pensamientos tomó camino por la amplia y transitada Avenida Alcalde. Pero ¿Dónde buscarlo? ¿Dónde podría encontrarse con él?, compartirle su alegría, hablarle del nuevo diagnóstico de los médicos, de la nueva vida que se extendía frente a ella, y del deseo que sentía de compartirla con él…
Recordó el lugar donde se vieron por primera vez: el Panteón de Belén. Su comentario de que algunas veces andaba por allí, porque le gustaba la mansedumbre y la calma que allí se respiraba.
Llegó a la calle General Eulogio Parra y tomo a la derecha. Solo unos metros adelante, las callejuelas de Liceo, Pino Suárez, Belén… y tal vez volvería a encontrarse con aquel hombre hermoso que tantas emociones le había despertado, hasta apoderarse de sus sueños de manera tan viva.
Con pasos presurosos cruzó el gótico umbral; miró hacia la rotonda, a los costados entre los pilares que sostienen la arquería. Caminó buscando entre las tumbas, entre los árboles, entre los pocos visitantes y el grupo de albañiles que trabajaban remodelando el cementerio.
Archibaldo no estaba allí, no se veía en ningún lado, sintió un profundo vacío y una necesidad aún mayor de volver a verlo. Supo que lo necesitaba, que se había enamorado, que tenía que volver a encontrarlo y correr a sus brazos.
Llegó hasta el lugar donde por primera vez se habían encontrado. Detuvo sus pasos, sintió que lo vería, pensó que estaba por llegar, que él también había escuchado los gritos de su corazón, el reclamo de su sangre que de manera abrupta había despertado.
Alzó la vista, urgó entre las leyendas de las lápidas, y allí, frente a ella, la atrajo una vieja placa desteñida, de color cenizo y en la que por toda historia se leía:
“Archibald J. Rice… Born at Salem, Mass. Died Nov. 7 1895”…

Bibliografía:

Walton, Harold M. and Kathryn Jensen Nelson. Historical Sketches of the Medical Work of Seventh-day Adventists From 1866 to 1896. Washington, DC: Review and Herald Publishing Association, 1948. Her. Coll. RM702 .W24 (2nd copy in main collection).

http://files.usgwarchives.org/az/maricopa/marriages/brides/qr.txt